Querido diario:

Bueno… hoy 15 de febrero por fin… después de una larga tarde en el dentista estoy ya en casa. He tenido que estar casi una hora en la sala de espera. Menos mal que para que pasara el tiempo más rápido he podido entretenerme subiendo un par de fotos a facebook  ¡sin los trozos estos de hierro en la boca! Aunque tenía bastante miedo ya tengo los brackets puestos.

Después de esperar tanto, una vez que llegó mi turno me entraron ganas de salir corriendo… cuando vi tantos aparatos raros incluso llegué a decirle a mi dentista: “Juan, prefiero tener los dientes torcidos a llegar a quedarme sin dientes” para que no me pusiera nada en la boca con esos aparatos que dan tanto miedo. Mi madre me regañó, dijo que me dejara de tonterías, que soy ya grandecita para estas cosas. Pero es que yo no puedo evitar ponerme nerviosa.

Juan, después de escucharme, dijo que me sentara y estuviera quieta para que él pudiera trabajar sin hacerme daño. Mientras, me contaría una bonita historia, que me ha hecho cambiar de opinión respecto a eso de no cuidarse los dientes. La historia comenzaba así:

“En una zona cercana de la sierra de Aracena, pasando la Reina de los Ángeles y aquellos lugares, había un pueblo que tenía un nombre un poquillo raro. Creo se llamaba Los Molares y allí vivían personas que tenían grandes fincas, de esas que parecen de película con sus grandes casas, sus establos y todo eso. Sus dueños necesitaban a personas que se encargaran de cuidar los establos, los jardines, de servirles en casa, etc. Una familia conocida como los Serranos proporcionaban alojamiento y comida a sus empleados por sus servicios. La dueña de la casa, María, era una mujer muy amable que se preocupaba por sus empleados, proporcionándoles servicio médico, medicamentos y diferentes servicios que a los demás empleados de otras fincas no les proporcionaban.

Lorena era una muchacha joven que vivía en una pequeña casa de Los Molares con su padre enfermo y su marido Carlos, un pobre campesino que lo que intentaba era sacar a su familia adelante. Sobre todo ahora, que acaban de saber que Lorena estaba embarazada. El padre de Lorena empeoró y no consiguieron el dinero necesario para los medicamentos así que falleció. Meses más tarde Carlos fue a reparar el tejado de una panadería y escuchó a algunas mujeres hablando. Decían que doña María estaba buscando a empleadas para el servicio de la casa, así que Carlos fue en busca de su mujer para llevarla a pedir empleo ante María.

Al llegar a la finca, tanto Lorena como Carlos quedaron alucinados ante el tamaño y el lujo de la finca. Fueron guiados hasta la puerta de la casa, una gran puerta de madera que relucía, aunque mayor fue su asombre cuando las puertas se abrieron. Dentro les estaba esperando una mujer de unos cuarenta años, que por su ropa no dejaba dudas de que se trataba de la dueña de la casa. Lorena habló con ella y le explicó sus situación, su preocupación por su embarazo y la falta de comida. María le proporcionaría alojamiento y servicio médico para el seguimiento de su embarazo, aunque no tenía ningún trabajo para Carlos, lo que significaba que  tendría que marcharse. Lorena quería marcharse con él, no iba a consentir dejar solo a su marido, pero Carlos sabía que lo mejor para ella era que se quedara por lo menos hasta que naciera el bebé. Lorena decidió quedarse hasta que naciera su hija, ya que su tarea era cuidar de la hija de María que tenía sólo seis meses.

Meses más tarde por fin llegó el  día del nacimiento de la hija de Lorena, una preciosa niña a la que llamó Patricia. Patricia sólo se llevaba un año con la hija de María, Almudena, así que María al ver a la pequeña e inocente niña no pudo resistirse a cuidarla como si también fuera suya.

Unos años más tarde, Carlos cayó enfermo y Lorena al ver que su hija, con nueve años ya, vivía como si Almudena fuera su hermana, decidió dejarla en la finca e irse a cuidar a su marido. Almudena y Patricia recibían clases en casa pero querían conocer a más niños que sí iban al colegio. María entonces decidió llevarlas a un colegio privado de Los Molares. Almudena se lleva estupendamente con los demás niños. Tenía unos dientes preciosos, ya que un dentista la había tratado desde pequeña. Sin embargo Patricia, al haber usado chupete durante bastante tiempo, se le habían torcido los dientes y los tenía desiguales. Por ello, los demás niños, todos de familias con riqueza, se reían de ella por sus dientes. Aunque María la quería como a una hija no podía permitirse pagar otro dentista por aquel entonces. Patricia dejó de sonreír y ya no quería ir al colegio. Incluso habló con María para servirle, pero ella ano permitiría que con su edad se pusiera a trabajar.

Ante su desesperación, Patricia decidió escaparse y buscar a su madre, Lorena para ver si ella podía llevarla al dentista para que le arreglara los dientes. Cuando llegó a su casa, Lorena le dijo a su hija que el dinero que entraba en casa era para comer y para las medicinas de su padre. Llevó a su hija de nuevo a la finca y le dijo que lo mejor que podía hacer era seguir en el colegio y convertirse en una señorita.

Años más tarde, Patricia sufrió mucho por las burlas de sus compañeros. A diario se encerraba y lloraba, pero ella seguía estudiando para conseguir su sueño, ser dentista y poder sonreír. Por fin tras mucha espera, Patricia terminó su carrera y empezó a ejercer de dentista. Empezó poco a poco tratando a los empleados, pero como lo hacía tan bien, cada vez iba más gente a que ella les atendiera. Patricia consiguió las medicinas para su padre y hasta una cas un poco decente, en la que por lo menos no pasarían frío. Y tras muchas noches trabajando sin descanso y sacar muchas muelas, Patricia consiguió el dinero para tener una sonrisa bonita, por fin pudo sonreír.

TITULAR  No hay nada como sonreír

AUTOR  Sara Delgado Martínez

COLEGIO Adersa VI Campofrío

CURSO 2º ESO

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